Hace mucho tiempo que la educación vive momentos difíciles. A lo largo de casi un año se ha dicho, una y otra vez, que la pandemia vino a poner en evidencia muchos de los males que permanecían invisibles para tantas personas. Sin embargo, paradójicamente, el mismo contexto de emergencia sanitaria global ha complicado interpretar y profundizar esa repentina visibilidad de la crisis educativa: unos se montan en la pandemia para justificar ciegamente el advenimiento irreversible de la tecnología como la gran solución; otros insisten en explicar cualquier problema como consecuencia directa del escenario provocado por el virus, sin reflexionar sobre las condiciones previas del sistema.
En el sector público, más allá de las luces y sombras de la estrategia basada en la televisión y los libros de textos como recursos guía, carecemos de suficientes datos para comprender lo que sucede hoy con los aprendizajes y el acompañamiento de niñas y niños en la educación básica. Con la misma ingenuidad con que las autoridades han promovido reformas educativas a lo largo de un par de décadas, la propaganda nos repite una y otra vez frases optimistas, sin necesidad de ofrecer datos y celebrando que, gracias al compromiso de maestras y maestros, nuestro sistema sigue funcionando.
En la educación básica de sostenimiento privado, la crisis económica y la necesidad de supervivencia de muchas instituciones, les ha llevado a implementar acciones centradas en los intereses y solicitudes de las familias, dejando de lado criterios pedagógicos. La mercadotecnia educativa, que ya llevaba una fuerte tendencia de promesas y eslóganes basados en repetir lugares comúnes vestidos de diferentes colores, se ha fortalecido y ha conducido a muchas instituciones a ofrecer garantías de aprendizaje que ningún pedagogo serio se atrevería a respaldar.
Es bueno que nos enviemos mensajes de ánimo; es necesario sin duda reconocer el trabajo del personal docente; es importante valorar el trabajo de madres y padres que durante este año han complementado (a veces incluso sustituido) el trabajo de las escuelas. Sí. Pero también es fundamental que todas las personas involucradas en el acto educativo hagamos un ejercicio autocrítico, que nos cuestionemos las prácticas previas, que reflexionemos con rigor sobre las soluciones que hemos puesto en marcha durante la pandemia y, especialmente, que nos preguntemos con seriedad qué debemos hacer de una manera distinta para responder de mejor manera a los desafíos formativos de nuestras niñas, niños y jóvenes.
Muchas personas en México quieren volver a las aulas; muchas otras, no. Pero, más que el sí o el no, frente a ambas posturas me cuestiono los motivos. Me preocupa que en las motivaciones de ambos lados dominen el interés económico, el cansancio de tener a los hijos en casa, las gestiones sindicales o el temor a la insuficiencia de los protocolos sanitarios en una sociedad que no se ha caracterizado por el cuidado y la responsabilidad colectiva. Todo ello es comprensible. Pero también todo ello está dificultando profundizar en la reflexión sobre la escuela que necesitamos más allá de la pandemia. Esa escuela como espacio físico al que habremos de volver y que podemos visualizar y gestar desde ahora para lograr una educación pertinente, relevante, trascendente.
Pensando en estos desafíos, he organizado un ciclo de conversaciones con personas que, me parece, pueden aportar ideas y experiencias para que nuestras escuelas y equipos visualicen propuestas orientadas al desarrollo de las personas y sus comunidades, colocando en el centro de sus proyectos a sus niñas, niños y jóvenes. Puedes encontrar más información sobre esta propuesta en mi entrada anterior.

