El mundo está gravemente enfermo de incredulidad y correlativamente de feroces dogmatismos. Y la educación no puede ser ajena a esos padecimientos, pues, en desdichada dialéctica es su raíz y su consecuencia; porque no sólo se manifiesta en las escuelas, en las universidades, sino también en la calle, en las fábricas, en los estadios deportivos y dentro de cada hogar, a través de esas pantallas cuasirradiactivas que en la oscuridad fascinan y trastornan el alma de los niños. Así, la educación no puede ser extraña al drama total de esta civilización, no puede no participar de las fallas esenciales que agitan el universo espiritual de nuestro tiempo y amenazan con su derrumbe.
Ernesto Sábato en Apologías y rechazos (1979)
Entre las víctimas de nuestra vertiginosa y polarizante sociedad de consumo digital no es exagerado decir que se cuentan el silencio, la introspección, la profundidad y el diálogo. Paradójicamente, al traer esta reflexión a un espacio virtual como es este blog me enfrento a las limitaciones propias del medio para intentar defender o explicar esta idea, consciente de que dispongo solo de unos segundos para atrapar tu atención y sabiendo que aún si decides llegar al final tendrás que sortear las numerosas distracciones que te asaltarán mientras avanzas en la lectura.
Con ese mismo vértigo me he descubierto en charlas y formaciones que he impartido a lo largo del último año. Como si solo dispusiera de unos cuantos minutos para conseguir lo que busco, presa además de la ansia de simplicidad que aqueja en medio de la urgencia permanente en que vivimos. Como si la vida tuviese que vivirse a ritmo de tuits, publicaciones en Instagram, mensajes en WhatsApp o similares.
Y está luego la polarización, esa necesidad de llevar cualquier debate a simplificaciones binarias. La lógica fragmentaria y polarizadora alcanza a cualquier ámbito de la experiencia que entra en las redes, incluyendo por supuesto las conversaciones en torno a la educación. Atrapados en la arquitectura algorítmica, reforzamos nuestros sesgos con quienes expresan ideas similares a las nuestras y alimentamos las descalificaciones frente a cualquier diferencia. Los matices brillan por su ausencia; osar pretender algo semejante a un diálogo es visto como señal de tibieza o debilidad entreguista, carencia de convicción.
En nuestra sociedad de consumo los aforismos han sido sustituidos por eslóganes. Y mientras los primeros demandan interpretación, análisis, los segundos se arrojan para provocar reacciones inmediatas, acorralándonos en el peligroso y cuestionable esquema binario innovación versus tradición. Desde el cómodo entorno de la simplificación, gobiernos, funcionarios, empresas de tecnología y generadores de contenidos educativos, bombardean a las comunidades educativas con eslóganes para vendernos su idea de lo que debería ser la escuela del siglo veintiuno.
No es fácil escapar de esta lógica, porque además nos han colonizado expresiones respaldadas por sólidas tradiciones de pensamiento. Muchos hemos caído en la trampa y la necesidad de nos ha empujado a simplificar para expresar alguna idea legítima y bien intencionada, que termina diluyéndose en la simplificación, la inmediatez y la superficialidad a la que nos empuja el ritmo de la sociedad digital. “Poner al alumno al centro”, “cada estudiante ha de ser el protagonista de su aprendizaje”, “el docente debe ser un guía o facilitador”, “sin emoción no hay aprendizaje”… Todas estas expresiones contienen elementos importantes para reflexionar sobre el sentido de la escuela y repensar lo que podemos hacer mejor. Pero reducidas a eslóganes estas y tantas otras ideas se convierten en leña perfecta para encender las hogueras. Según quién las diga, una frase descontextualizada puede ser usada para cualquier cosa. Cuando no hay lugar para los matices, la reflexión, el diálogo y la profundidad que demanda la argumentación, no queda sino elegir bando y lanzarse a la batalla.
Hace muchos años que defiendo e impulso la transformación de las escuelas. Pero recién comprendo la cantidad de prejuicios que se activan cuando alguien escucha o lee algo semejante. Nos han colonizado y simplificado el lenguaje a tal grado que si digo innovar o transformar, de inmediato suelen pensar que defiendo la idea de entregar tabletas o computadoras portátiles a todo el alumnado, o que promuevo alguna aplicación para sumar a la plataformización de las escuelas. Digo transformar la escuela como podría decir mejorar la educación ―que en muchos sitios clama al cielo― pero en cualquier caso muchas personas me escucharán y dudarán: “pero, ¿estás conmigo o contra mí?” Otras ni siquiera se preguntarán a qué me refiero, me escucharán como a uno más de los mensajes que les bombardean a diario y, más por azar que por otra cosa, posiblemente se identificarán con mi propuesta y hasta puede ser que la lleven consigo un rato, mientras llega un nuevo mercader de ideas.
Aunque en medio del enjambre digital, Byung-Chul Han dixit, se desvanecen el diálogo y la construcción en común, estoy seguro que existe mucha gente dispuesta a explorar los matices, aunque a ratos no encuentre los espacios o las oportunidades para ello. Las propias redes han abierto ya ciertos mecanismos que nos aproximan a algo cercano al diálogo reflexivo, aunque en medio de la saturación de contenidos y frente al ritmo vertiginoso de lo cotidiano, tampoco resulta sencillo hacer de ellos espacios que alimenten la profundización. Nos toca resistir y conquistar territorios: defender la posibilidad de disentir, la oportunidad de reformular el propio pensamiento a través del diálogo y la reflexión.
Esta aparente digresión en mi blog es resultado de notas que he ido acumulando en semanas recientes y sobre las que me gustaría en algún momento para ―sí, lo has adivinado― profundizar un poco. Algunas de estas ideas conectan también con una charla que sostuve hace algunos días con Ignasi de Bofarull y Albert Piera, quienes presentan el podcast A dónde va la escuela – Foro de debate. Esta conversación se ha convertido en el episodio número veintiséis del formato Entrevistas y Debates en su programa.
Durante el diálogo abarcamos muchos temas en los cuales, por supuesto, cabría la oportunidad de profundizar, agregar matices y poner en duda muchas de las cosas que dije. Yo mismo después de escuchar la grabación he empezado ya a corregirme la plana y hacerme muchas anotaciones que podrían ir a pie de página. Pienso que al final de eso se tratan este tipo de espacios: de animar la reflexión y, en lo posible, el intercambio de ideas. Con todas las limitaciones propias del medio, aquí está esta página que permite dialogar en los comentarios o llevar algunas conversaciones a otras redes, con todos los riesgos pero también con todas las posibilidades que eso signifique.
Aquí te dejo un fragmento con dos minutos del episodio, donde empiezo a explorar la primera pregunta que me formuló Ignasi.
Escucha la conversación completa:
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